Mamá, quiero ser feminista by Carmen G. de la Cueva

Mamá, quiero ser feminista by Carmen G. de la Cueva

autor:Carmen G. de la Cueva [G. de la Cueva, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2016-10-31T16:00:00+00:00


SIMONE DE BEAUVOIR

París, 1908-1986.

Escribió novelas, ensayos y memorias, como Los mandarines, La mujer rota, Memorias de una joven formal y El segundo sexo.

Sin quererlo, su análisis de la condición femenina en El segundo sexo la convirtió en una de las precursoras del movimiento feminista.

«El cuerpo no es una cosa, es una situación. Es nuestra comprensión del mundo y el esbozo de nuestro proyecto».

Puede que no supiera qué significaba la palabra «feminismo», pero sí sabía que todas las mujeres que veía en el autobús utilizaban ese medio de transporte porque, si había un coche en la familia, era el hombre el que lo usaba para ir a trabajar; o porque no sabían conducir ya que cuando tenían veinte años sus padres o maridos pensaron que una mujer no necesitaba el carnet de conducir para nada. También supe muy pronto que mi madre había querido estudiar pero que el hecho de quedarse embarazada de mí a los diecinueve años provocó que su vida, quiero decir, lo que ella quería que fuese su vida, no contara para nada. Simone de Beauvoir se enteró de que las mujeres pasaban por muchas dificultades y obstáculos para encontrar su camino porque dos años antes de empezar a escribir El segundo sexo, escuchó los testimonios de algunas mujeres de más de cuarenta años que confesaban haber vivido sus vidas como «seres relativos».

Al vivir en un pueblo y formar parte cada tarde de una tertulia de mujeres de más de cuarenta años, era consciente de que ninguna de ellas vivía exactamente la vida que quería. Pocas eran las que en mi infancia estaban casadas, la mayoría de ellas eran solteras; de hecho, en mi familia había unas cuantas: mi tía Mari, la hermana de mi madre; y un montón de tías abuelas: Carmen, la hermana de mi abuela Eugenia; Manolita, Dolorcita y Felicita de la Cueva, hermanas de mi abuelo. Todas ellas vivían más o menos juntas, formaban una especie de gineceo. Parecía una versión de La casa de Bernarda Alba aunque sin tanto drama. Alguna vez le pregunté a mi madre —nunca me atreví a interrogarlas a ellas porque sabía que era un tema tabú— por qué no tenían marido. La respuesta me dio mucho miedo. Todas ellas se habían quedado en casa para cuidar de sus padres enfermos. En el pueblo, y no solo en mi familia, hay una tradición que se asemeja a una condena: es algo común si eres hija y tus padres enferman antes de que encuentres marido, tu obligación es cuidarlos hasta que mueran. Ese descubrimiento me atormentó durante mucho tiempo y ahora sé que ese temor a verme llevada de alguna manera a aquel destino tan poco prometedor fue lo que impulsó mis ganas locas de salir de allí. No es que quisiera dejar a mi madre y a mi padre a su suerte, pero ¿la responsabilidad de cuidarlos en caso de que cayeran enfermos era solo mía? ¿No la compartía ni un poquito con mi hermano? No sabía de ningún



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